LA HISTORIA DE LAS ÁGUILAS NEGRAS DE ISLA MALA
Mujeres que volaron alto
Las Águilas Negras de Isla Mala: la historia de un grupo de mujeres futbolistas de la cuenca lechera que hace más de medio siglo llenaron las canchas de su pueblo y terminaron jugando en el estadio Centenario.
Por Emilio Martínez Muracciole
No siempre les creen. A veces, cuando alguna de ellas le cuenta a un contertulio de ocasión sobre aquellos partidos a cancha llena, sobre golazos, goleadas y triunfos heroicos que derivaron en caravanas, en ocasiones es como que el ceño y el brillo de los ojos de quien escucha no pueden disimular una mínima desconfianza. A casi todas les ha pasado. Y si alguien no les cree todo eso, se vuelve al ñudo intentar convencerlo de que jugaron en el estadio Centenario, y con mucho público porque fueron el preliminar de un partido internacional de Peñarol, y que ese día salieron por el túnel, con todos los periodistas ahí en la vuelta.
No les sorprende que desconfíen. Tienen claro desde el arranque que puede resultar un tanto inverosímil, por sí misma, la historia de un grupo de mujeres que hace más de cincuenta años anduvo jugando al fútbol en un pueblo de menos de dos mil habitantes, en el corazón de la cuenca lechera. Pero así fue.
María del Carmen Oroño tiene 85 años. Vive en la primera cooperativa de viviendas que se construyó en el país, la de Isla Mala (o 25 de Mayo, como se prefiera), en el sur de Florida. Los ladrillos que desde hace más de medio siglo están acostados de panza al sol en el frente de su casa, como vereda, fueron la explanada perfecta para instalar un círculo de sillas y abrir la canilla de la memoria junto a algunas de sus compañeras futbolistas de las Águilas Negras: Zulma Muniz, Anair Pérez y Alicia Colombo. También estuvo Roberto Oroño, hermano mayor de María del Carmen y director técnico del equipo.
En el interior del interior, hace más de cincuenta años, que una mujer jugara al fútbol era un acto de arrojo. Es de imaginar que fue socialmente juzgado, y más todavía porque en los pueblos pequeños pesa mucho más el qué dirán.
–Creo que fue medio inconsciente de nuestra parte. Éramos muy jovencitas
–señala Anair.
–El pueblo lo aceptó de muy buena manera –agrega María del Carmen.
–A lo primero hubo críticas, como todo –interrumpe Roberto, anteponiéndose a otras voces que apoyarían la idea de la aceptación y adhesión espontánea–. En aquellos años se criticaba mucho a la mujer que jugaba al fútbol. Se hablaba y se conversaba sobre eso. Les digo porque en esa época yo iba mucho a los boliches, y ahí, en los boliches, salen las conversaciones. Yo pasaba en el boliche y sentía las conversaciones. Cuando empecé a practicar con ellas, que íbamos a la cancha, ahí venía [al boliche] y hablaban, y a mí no me importaba. Yo había empezado [a dirigirlas] porque Nilda [Naya], Pocha [Eglantine Naya] y Alicia [Paolino] vinieron un día y me preguntaron si me animaba a entrenarlas. Y claro, ¿cómo no me voy a animar?
–¿Qué decía la gente en el boliche?
–Y… en el boliche se hablaba…
–¡Decinos, dale! –empiezan a impacientarse, entre risas, Alicia y Anair.
–Hablaban de “las machonas” y de esto y de aquello –suelta Roberto, y el resto explota en una sola carcajada–. Es que en aquellos años se criticaba mucho a la mujer que jugaba al fútbol. Después vino la admiración.
Hubo un episodio, una instancia, que puede identificarse como la génesis del equipo. Fue una jornada benéfica en Mendoza Chico, organizada por el Club Treinta y Tres de esa localidad. Fue en 1967, según recuerdan. Las invitaron para jugar un partido de algo parecido a fútbol, pero sin poder pegarle a la pelota con los pies: tenían que hacerlo con una escoba. Cada jugadora con una escoba, como si fuera un palo de hockey, para que resultara atractivo por ese juego de pertenencias y no pertenencias: mujeres con lo suyo (la escoba) en algo que –siempre desde la mirada de las representaciones sociales– les es ajeno (el fútbol). Más que un deporte, un espectáculo de kermés.
Pero a ellas les interesó el deporte, la experiencia, y ese partido –que recuerdan con cariño y sobre el cual no necesariamente hacen lecturas deconstructivas– sirvió de disparador para empezar a juntarse para jugar al fútbol. Algunas de ellas lo jugaron en la infancia. En el caso de Alicia Paolino, capitana de las Águilas Negras, de niña ya andaba corriendo atrás de una pelota junto a su hermano en el establecimiento rural que habitaban en Estación Parish, en el norte de Durazno. Su padre la apoyó y acompañó desde los primeros partidos cuando formaron el equipo, pero por sobre todo lo hizo su madre, Luisa Vargas, quien de algún modo fue un pilar de aquella experiencia, así como fue un pilar en la historia del club Mejoral de Isla Mala; de hecho, hoy la cancha de Mejoral –club que no cuenta con un equipo de fútbol jugado por mujeres, como casi todos los de tierra adentro en Florida– lleva su nombre: Luisa Vargas de Paolino.
Alicia Colombo también lo practicó siendo niña, por criarse entre hermanos varones. “Además a mi madre le encantaba el fútbol, así que desde chica empecé a ir, y mi hermano Juan jugaba al fútbol, así que empecé a jugar porque me gustaba. Me gustaba mirarlo, y después también me gustó jugarlo”, explicó durante la charla en lo de María del Carmen.
–¿De dónde sale lo de las Águilas? Al mirar las camisetas es inevitable ver cierta similitud con las águilas nazis…
–¡Noooo! –exclaman al unísono.
–¿Y de quién fue la idea del nombre?
–Fue mía –apunta María del Carmen–. No queríamos ponerle un nombre del pueblo ni de nada, porque la que no era de un cuadro, era de otro. Fue en lo de doña Luisa que lo elegimos. Nos juntábamos ahí. Pensamos algunos nombres, y yo dije Águilas Negras, y a todas les gustó, y a la señora, que ya era mayor, le gustó muchísimo y dijo de poner un águila negra en el pecho, con un ojo como de perla. Y así quedó: camisetas rojas con el águila negra.
Un artículo de la revista Isleña de enero de 2001 –recordando a Las Águilas Negras– señala que la encargada de la confección de las camisetas fue Nilda Larrañaga, también jugadora. Durante la charla, Zulma apuntó que en eso estuvieron, además, Nilda y Pocha Naya, que eran las equipiers del grupo y también fotógrafas oficiales; Alicia Paolino y las hermanas Naya (Nilda y Eglantine) se dedicaban a la fotografía, firmando sus trabajos como ANE, por las iniciales de las tres.
La actividad de las Águilas Negras se extendió desde 1967 a 1972. Ir consiguiendo rivales no fue sencillo, pero así como ellas hubo otras mujeres, también de tierra adentro, oponiéndose –por la vía de la acción– a la idea de que el fútbol era cosa de hombres y nada más que de hombres. Villa Rodríguez (San José), Tapia y Santa Lucía (Canelones) fueron algunos de los lugares a los cuales viajaron para enfrentar rivales, y desde los cuales llegaban a visitar Isla Mala para enfrentar a las Águilas Negras; con el paso de los partidos fueron sobresaliendo por sus virtudes.
–Nosotras jugábamos bien, a pases, a buscar a nuestras compañeras para darles fútbol –cuenta María del Carmen–. Teníamos una defensa que se armaba muy bien y que buscaba siempre a las de arriba. Y claro que metíamos goles. Además, nosotras no éramos de pegar. Teníamos un fútbol muy limpio, muy limpio. En un partido contra Las Piedras hicimos cinco o seis goles, y seguíamos generando jugadas de gol. A mí me la daban para hacerlos y yo los hacía. Roberto nos decía que no hiciéramos más goles, pero adentro de la cancha alguna compañera me pedía que me hiciera la boba, como que no lo había escuchado.
–Se habían traído una copa –apunta Zulma–. Había una copa en juego, pero como les ganamos 6-1 se enojaron y se fueron con la copa. No nos dieron nada
Lo mismo les pasó en un partido en Villa Rodríguez: les negaron el trofeo, según cuentan. A esa altura ya eran invencibles. En 25 de Mayo incluso se formó otro equipo, las Defensoras del Barrio, de Las Canteras de Isla Mala, que se reforzaba con jugadoras de Las Rebeldes, de Florida capital.
El equipo con mejores credenciales en aquel momento era de Paso de los Toros. También le ganaron. Alicia Paolino dijo a Túnel que hasta entonces ni después vio tanta gente en un partido de fútbol en 25 de Mayo, “ni cuando jugaba Mejoral ni cuando jugaba Alianza”, los clubes del pueblo.
Hubo quienes en la previa difundieron que al final de ese partido las mujeres harían intercambio de camisetas. Ellas, en parte, jugaron ese juego y concretaron un simulacro de intercambio –después, en los vestuarios, cada equipo devolvió al otro la indumentaria–, pero lo hicieron llevando otras camisetas debajo de las del equipo.
De ese día Zulma prefiere recordar que se confirmaron como invencibles, incluso ante el cuadro más temible de tierra adentro. En lo particular le resulta inevitable contar el gol “a lo Bengoechea” que hizo cuando iban perdiendo 1-0.
Zulma narra con inflexiones atrapantes. No es raro para una persona que tiene como aficiones cantar y recitar; y que además lo hace bien.
Cuida las palabras, maneja los silencios, y diferencia los tonos al reproducir diálogos. Con esas armas, describió lo que pasó aquel día puertas adentro de su hogar.
–En el cuadro también jugaba Ema, una de mis hermanas. Jugábamos las dos. Mi padre estaba malísimo con mi madre. ¿Estas van a ir a jugar al fútbol? Sí, le dice mamá. Y él: “¡Uf! ¡Estas machonas!”. “Pero es lindo, se divierten”. Y él nada de nada –Zulma imita el gesto de resignación que lanzó su padre–. Cuando fuimos a jugar contra Paso de los Toros, que mamá iba a ir igual, papá pregunta “¿a qué hora juegan estas?”. “A las tres”. “Bueno, dale, vamos si querés”. No sabés después lo que ese hombre pudo divertirse, incluso lo que llegó a llorar de emoción yendo a vernos jugar. Nunca dejó de ir.
–Cuando el partido contra Paso de los Toros, yo estaba en San Gerónimo, que queda lejos –cuenta Anair.
–En ese tiempo San Gerónimo era más lejos todavía, por el estado de los caminos.
–Claro. Y no tenía locomoción, no había teléfono, ni nada de nada. Me acuerdo que sentí en la radio que se jugaba el partido, y yo allá estaba que se me caía el alma porque no podía ir. ¡Qué tristeza! A la media hora llega una camioneta. Eran el cura párroco de acá de 25 de Mayo, Piero, y el señor Sergio Rava. Fueron a buscarme para que jugara.
–Estamos hablando de que se hicieron más de cincuenta kilómetros por camino de tierra para ir a buscarte.
–Yo en ese momento me sentía Pelé porque habían hecho todo eso para ir a buscarme para jugar. Fue algo emocionante.
Después de tanto andar la pelota por los tantos interiores de tierra adentro, vino el estadio. Fue el 5 de abril de 1972. El que gestionó el partido fue Cacho Saldombide, un isleño allegado a un dirigente del fútbol profesional. Quedó pactado un amistoso con la selección uruguaya, la cual –según recuerda Roberto– se estaba preparando para un sudamericano en Argentina. La primera liga de fútbol jugado por mujeres en Uruguay fue la de la Asociación Amateur de Fútbol Femenino, fundada en noviembre de 1971, por lo cual esa selección bien puede considerarse la primera. Se conformaba con jugadoras de los clubes capitalinos pero, por lo que cuenta Roberto, estaba abierta a incorporar algunas del interior del país.
–Cuando fuimos al Centenario, se quisieron llevar a Anair para la selección.
–Yo no supe de eso hasta ahora, hace unos meses, que estábamos conversando y me contó –apunta Anair–. Y yo con la emoción de todo aquello, de estar en el estadio, y de jugar el preliminar de Peñarol y Guaraní, imagínate…
–Era todo un tema. Era menor, y había que sacar un permiso y todo eso –añade el director técnico.
El 5 de abril de 1972 Peñarol recibió a Guaraní de Paraguay para jugar la copa Oro y Negro. Peñarol ganó 3-2 con goles de Nilo Humberto Acuña, Julio César Jiménez y Luis Alberto Díaz. Según El Diario del 6 de abril, esa noche hubo en el estadio unas doce mil personas.
Datos aportados por el historiador peñarolense Daniel Quintana, con base en el archivo de Ricardo Gutiérrez, señalan que hubo diarios que registraron el partido jugado entre “la selección de la Liga” y “las Águilas Negras de Florida”.
Las jugadoras y el técnico recuerdan que perdieron 4-2, aunque en ocasiones surge la duda de si no fue 4-1. El dato aportado por Quintana señala que fue 4-0. El resultado, en definitiva, fue lo de menos cuando lo que estaba ocurriendo era que un grupo de mujeres de la cuenca lechera, en 1972, se estaba apropiando, junto a la selección, de un espacio por entonces enteramente ajeno para las mujeres: la cancha del estadio Centenario para jugar al fútbol.
A Montevideo fueron en el camión de Sergio Rava, un vecino de Isla Mala que las solía llevar a los partidos de visitante. Viajaron como casi siempre, sentadas en los bancos de la capilla que colocaban en la caja del camión. A Anair le quedó grabada la imagen de “salir por el túnel, ver el césped arriba de los ojos, ver toda la gente”. Y continúa: “¡Fue una emoción tan grande! Yo veía todo eso y me decía ¡y esto qué es! Fue inolvidable. Queda marcado en el corazón para toda la vida”. Alicia Paolino dice que se paraba en un arco y miraba hacia el otro, “y parecía que quedaba tan lejos, ¡tan lejos! Aquello era inmenso. La cancha parecía mucho más grande”.
Las Águilas –cuenta Roberto– se reforzaron con una jugadora que les aportó la selección.
Ese día –añade Zulma– la selección, en el estadio, les quitó el invicto que traían desde 1967. Solo fueron vencidas por la selección y en el Estadio, según narran.
–En ese partido fue la primera vez que vi una mujer tirando los centros desde la punta al segundo palo –cuenta Roberto–. Era Martha Benaprés, hermana de un centro forward que hubo. Y por el segundo palo venía siempre una muchacha Colina.
Alicia Paolino recuerda a “una puntera izquierda” de la selección. “No te imaginás cómo jugaba. Pasaba a una y después pasaba a otra, y yo la venía a buscar desde la mitad de la cancha. Ya en una la voy a alcanzar, me dije. Y ahí volvió a agarrar la pelota, y pasó a una, pasó a otra y llegué para fajarla. ‘Ay, me pegaste’, me dice. Perdón, no me di cuenta, le contesté. No apareció más”.
Tal como ocurrió tierra adentro, ver mujeres jugando al fútbol despertó los intentos de espectacularización del hecho desde una perspectiva chabacana y machista, sugiriendo, otra vez, el intercambio de camisetas como la escena más esperada. “En ese tiempo era muy promocionada la ropa interior Vestale, de París –recuerda Anair–. Cuando terminó el partido, y con eso que habían dicho del intercambio de camisetas, andaban los periodistas ahí y decían ‘¡bueno, vamos a ver los Vestale de París! ¡Vamos a ver los Vestale de París!’”.
La vida que sigue, la familia, las labores, y la escasa actividad futbolística por la reducida cantidad de rivales resultaron fatales. Aquel partido en el Centenario terminó siendo el último de las Águilas Negras. Su existencia dejó el registro de mujeres haciendo propio, hace más de medio siglo, lo que siempre les fue presentado como ajeno, como exclusivamente masculino. Y dejó también el registro de un pueblo del interior de Florida en el cual la cantidad de mujeres que jugaron alguna vez en el Centenario supera sideralmente a la cantidad de varones que alguna vez lo hicieron. Ese sueño que tanto en los cuarenta como en los sesenta –casi como ahora– era solo para ser soñado por niños, ellas lo pasaron al hecho; casi una afrenta para las estructuras mentales formadas en una sociedad en la que el fútbol es cosa de varones.
Tal vez es por eso que todavía hoy, medio siglo después, cuando ellas le cuentan a un contertulio de ocasión sobre aquellos partidos a cancha llena, sobre golazos, goleadas y triunfos heroicos que derivaron en caravanas, en ocasiones los ceños y los brillos de los ojos de quienes escuchan no pueden disimular una mínima desconfianza. No siempre les creen, pero así fue.